3.6.05

Sueño que tuve el viernes 3 de junio entre las 8 y las 8.30 horas aproximadamente.

Tuve un sueño de una muerte mía.

Paseo con un contingente turístico por una playa escarpada, de médanos y protuberancias. El día era como una postal mediocre de tan espléndido. Recorremos el lugar, miramos desde bordes afilados e irregulares el mar que allá abajo se choca una y otra vez contra las piedras, como un ciego idiota y cabezadura que se enfurece un poco más con cada golpe. De pronto el aire se llena de un ulular de alarma que surge de quién sabe dónde. El guía advierte que esa alarma advierte de la marea creciente, y que entonces es mejor volver al autobús que nos trajo hasta la playa. Nos resistimos un poco a hacerlo, más por la soberbia de turista que cree que su condición lo protege de todos los males que por estar embobados con el paisaje. Pero la velocidad de ascenso del agua resulta ser mucho mayor que la de nuestros pies, y en segundos el mar nos toca los tobillos, las rodillas, nos agarra de la cintura, de los brazos, el pecho se sumerge y el autobús queda lejos, cada vez más lejos, lejísimo y azul. Como todo alrededor. Azul oscuro.

En ese momento me despierto. ¿Habrá algún instinto de conservación que nos impulsa a cortar un sueño cuando éste se muestra hostil, triste, homicida?

Dicen que si uno sueña con la muerte de alguien, le alarga la vida. ¿Pasa lo mismo con la propia muerte? ¿Y de cuántos años más hablamos? ¿O días? ¿O serán algunos minutos más, nomás? ¿O será otro ingenuo consuelo prefabricado, el equivalente onírico de "¡pisé caca, qué bueno!"?

Una cosa es segura. Lo más terrible del sueño no fue el haber visionado mi muerte.

Lo más terrible fue el morir siendo parte de un contingente turístico.

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